De pequeño siempre fui mal comedor, quiero decir que tenía una larga lista de alimentos que no me gustaban por cualquier pijada o que debían cocinarlos de una determinada forma para conseguir que me los comiera. Era capaz de montar auténticos espectáculos con tal de evitar aquel plato de puré o esas judías.


Todavía mantengo muchas de esas manías, como el queso o las olivas, pero poco a poco he ido abriéndome a sabores que siempre había rechazado.

Mis padres siempre me advertían que en el servicio militar tendría que acostumbrarme a comer de todo y dejar las manías de niño tonto a un lado si es que no quería moririme de hambre. Me contaban caso de chicos mucho más remilgados que yo que regersaban del ejército hechos unos hombretones, dispuestos a adapartese a cualquier situación en la vida. los que se resistían, los que no querían hacerse hombres, regresaban más niños todavía y enfermos de tanto mal comer por ahí.

También recuerdo cómo mi hermano cogía su tren rumbo al cuartel con lágrimas en los ojos y cómo todos lo consolaban diciéndole que tan sólo se trataba de un año y ese tipo de ánimos que se dan cuando no eres tú el que se ve en el trauma. Seguidamente, todos me miraban y me decían: "venga chavalote, que dentro de unos años serás tú el que vaya en ese tren"
Casi como en la mítica escena de "Lo que el viento se llevó" me prometí a mi mismo que jamás iría a la mili y que mucho menos iba a terminar comiendo queso y olivas.

Gracias a varias prórrogas por estudios y a unos cuantos recursos logré librarme del servicio militar, llegando de puntillas al año que por fin no era obligatorio.

Y aquí me teneis, sin haber cogido un arma en la vida ni haber pasado por la famosa disciplina militar y lo que es más importante.....todavía no ha nacido quien me haga comer una simple oliva.


....................Cuestión de principios.